Llueve. Como dice la canción: “detrás de los cristales,
llueve y llueve…”
Deseaba tanto vivir una tarde de lluvia dentro de mi casa.
En la seguridad de mi casa… Siempre me ha gustado más el verano que el
invierno, pero debe ser porque estoy envejeciendo que ahora también me gusta el
invierno.
Me gusta la lluvia detrás de mi ventana, sabiendo que no
tengo que salir. Que puedo leer un rato, escribir, mirar la tele… meditar. O
trabajar. También se te antoja trabajar mientras llueve. Pero me da miedo
cuando hay tormenta, y peor, cuando hay tormenta con viento. Entonces la lluvia
deja de ser plácida y se convierte en amenaza.
Cuando llueve de esa forma, prefiero cerrar todas las
puertas, todas las ventanas. Quedarme en un rincón con los ojos cerrados y
tapándome los oídos.
Recuerdo la lluvia, con viento y tormenta cuando vivía en la
casa de Jorge. A Jorge no le gustaba cerrar las puertas, ni las ventanas. Ni
las cortinas. Lo peor era que la calle frente a la casa, se inundaba. Y
entonces, Jorge, con ese afán de controlarlo todo, de poner a las personas a
hacer lo que él mandaba, nos ponía a desconectar los enchufes, a quitar las
cosas del suelo, porque, decía, si se mete el agua, nada se va a mojar. Y nunca
se metió el agua.
Realmente me daba terror cuando llovía y yo estaba en esa
casa. Si cerraba la puerta, Jorge se enojaba. Y la abría. Aunque lloviera con
viento y tormenta.
En realidad, la puerta que daba a la calle se cerraba solo
unos ratos pequeños.
Jorge tenía la costumbre de dormir con el horario de los perros:
pequeñas cantidades a todas horas. No tenía horario ni para dormir ni para
comer, pero generalmente, a las 10 de la noche, salía de su cuarto, abría todas
las puertas, apagaba todas las luces y se sentaba a fumar en la oscuridad.
Si yo salía de mi cuarto sentía la fría oscuridad como un
golpe en la cara. Y el olor eterno a cigarrillo. Y los gritos de las visitas
eternas de los adolescentes vecinos jugando en la compu de Eduardo hasta altas
horas de la noche. O la madrugada. Todos los días.
Era alucinante. Loco. Siempre tenía miedo de que se metiera
al cuarto por la noche y que nos matara a Daniel y a mí y que después se
matara. Pero Eduardo, el hijo de él, era para mí la garantía de que al día
siguiente íbamos a estar vivos. Pero cuando él no estaba entonces la amenaza se
mezclaba con las sombras de la casa.
¿Por qué viví ahí, en esa casa loca?
Hay un dicho que dice: “cuidado con lo que deseais, no sea
que lo consigáis”
Viví muchos años añorando a Jorge desde un día que se fue
dejándome una nota en la mesa. Sufrí mucho. Me sentaba a tomar vino y a mirar
por la ventana deseando verlo llegar. Pero no llegaba. Nunca llegaba.
Me deprimí de tal manera que me internaron en el hospital.
Luego salí y él volvió conmigo, pero solo para pasar la navidad. En enero, se
volvió a ir.
Desde entonces, todos los días mi deseo era vivir con él,
otra vez.
Pasaron los años, nos veíamos a veces. El vivía con otra. Yo
vivía sola con mis hijos.
Y un día, cuando yo olvidé mi deseo por culpa del tiempo y
me acostumbré a la soledad, él me pidió que me fuera a vivir a su casa.
Las cosas eran diferentes. Yo estaba acostumbrada a vivir
sola. El estaba acostumbrado a vivir con una mujer que le hacía todo, hasta
ponerle rótulos en los frascos de la cocina, del baño: sal, café, azúcar, pastillas
para la tos, para que no se equivocara. Una dependencia infinita chocó con mi
autonomía.
Y el fantasma de la mujer con la que vivía, me perseguía por
toda la casa: todo hablaba de él con ella. De ella y su hijo: las paredes
manchadas, las fotos y adornos puestos con mal gusto. Las candelas rojas por
toda la casa. No sé por qué había tanta candela roja.
Boté todo lo que pude pero en el aire que respiraba también
respiraba los 17 años que ellos vivieron juntos mientras yo estaba sola
deseando estar con él.
Todo se convirtió en rechazo. Sentir que me tocaba me hacía
gritar aunque estuviera dormida.
El amaba más al hijo de ella que a mi hijo que tuve con él.
Y como el amor se fue, estaba ausente, pude verlo como era realmente:
narcisista, arrogante, inseguro, con todos los trastornos de ansiedad del
DSM-IV. Y comprendí porqué se enojaba: él quería que los demás le calmaran su
eterna ansiedad. Quería que todo estuviera bajo control. Su control abarcaba
las emociones de los otros. Nadie podía enojarse. Sólo él. Nadie podía hacer
nada que alterara su equilibrio precario.
Esa necesidad de controlarlo todo y a todos, esa
especialidad suya de agredir con los gestos, las miradas, las palabras duras,
hirientes, dichas en voz muy baja, todo, me hacía asociarlo con otra persona:
mi mamá.
Su amenaza de matarme y matarse me llevó a iniciar una
aventura de introspección que me hizo comprender que toda mi vida había sido un
ciclo de violencia.
Un día, en que me quebró una mariposa azul de cristal que yo
tenía, comprendí que yo era esa mariposa. Que me costó trabajo dejar de ser
oruga y llegar a ser una mariposa y que ahora estaba hecha pedazos, tirada en
el suelo…
Ya esa mariposa azul no existe. Yo, ya no soy ni oruga, ni
crisálida, ni mariposa.
Soy un ser humano sorprendido de comprobar el sin sentido de
la vida.
Vas por ese camino recto y plano de la vida y te topás con
todos los que pretenden tener la clave que le da sentido a la suya: los
estudiantes herméticos con sus 7 principios, los budistas tibetanos con la negación
de sí mismos para amar a los otros, los gnósticos y sus ritos para sacar a los
7 demonios… Lo único que conservaré será a la gran Madre, RAM IO,
Devikundalini…
El sentido de la vida, decía Víctor Frankl, se lo damos
nosotros cuando encontramos un camino. Y a lo largo de la vida, he encontrado
tantos caminos…
En la calle, la gente corre frenética detrás de espejismos
que se multiplican. La ética se pierde en un mar de confusiones, en donde la
noción del ser se diluye con la noción de tener.
Esta vida bajo este sistema, te dice que valés si tenés
dinero y pagás tus cuentas. Si te cuesta hacer dinero, entonces, no valés. Sos
invisible. No hay ley que te cubra, no hay ventajas que te sirvan.
Hoy, llovió por fin. Una tarde de lluvia imparable. Una
lluvia plana, sin viento. Sin tormenta. Una lluvia que te invita a meterte en
la cama a ver televisión. En la seguridad de tu casa.
Pero para mí, la ilusión de una casa se fue. No tengo casa.
Tengo que irme de la casa en la que estoy. No tengo dinero para pagar, tengo 15
días para buscar otra casa.
Y llueve. Detrás de los cristales, llueve y llueve.
(Mayo 28, 2014. San Rafael, Escazú)

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